Cada noviembre, cuando el clima empieza a refrescar, siempre siento que algo dentro de mí también se acomoda y me invita a pausar. Es como si el mes entero me recordara que hay mucho por agradecer, incluso en los detalles más pequeños. Por eso, hace años creé el hábito de comenzar cada mañana pensando en tres cosas por las que estoy agradecida. Lo sorprendente es que, con el tiempo, mi mente empezó a buscar de forma automática más razones para dar gracias. Y es que nuestro cerebro es así: cuando repetimos algo diariamente, crea nuevos patrones, nuevas rutas… nuevos modos de ver la vida.
He aprendido que la gratitud no es solo una emoción bonita: también es una práctica profundamente transformadora. La ciencia lo confirma. Quienes cultivamos este hábito dormimos mejor, estamos de mejor humor, nos relacionamos más y hasta nuestro corazón funciona de manera más saludable. Y mientras más observo mi cuerpo con curiosidad, más razones encuentro para agradecerle por todo lo que hace por mí incluso sin pedírselo.
Por ejemplo, mi corazón. ¡Qué maravilloso es! Late alrededor de 100,000 veces al día sin descanso, empujando la sangre a través de más de 60,000 millas de vasos sanguíneos. A veces pienso en eso cuando lo siento acelerar por emoción, actividad física o incluso nervios, y me maravillo de cómo se adapta instantáneamente a mis necesidades. Me gusta decirle: “Gracias por trabajar sin parar para mantenerme viva, consciente y en movimiento”.
Mi cerebro también merece su propio aplauso de gratitud. Está formado por unos 86 mil millones de neuronas que se comunican a velocidades impresionantes. Gracias a él puedo recordar, aprender, crear, tomar decisiones y comprender mis emociones. Es quien me ayuda a ser quien soy. Y cuando practico la gratitud, mi cerebro responde liberando dopamina y serotonina, esas sustancias que nos hacen sentir calma, bienestar y alegría. Es hermoso ver cómo un acto tan simple puede influir tanto en mi sistema nervioso.
Otro sistema que valoro muchísimo es el digestivo. Cada vez que como, mi cuerpo hace un trabajo extraordinario descomponiendo los alimentos para convertirlos en energía, reparar tejidos y crear nuevas células. Pienso en cómo mi piel se renueva constantemente gracias a los nutrientes, en cómo cada bocado se transforma en parte de mí. Me encanta recordarme que el cuerpo está en un proceso constante de regeneración, crecimiento y sanación. Y todo eso es posible gracias a lo que comemos y a la inteligencia interna que nos mantiene funcionando.
Cuando me detengo a observar todo esto, siento una profunda admiración por mi cuerpo. No solo me permite vivir, sino experimentar: reír, abrazar, aprender, moverme, sentir amor, ilusionarme. Cada latido, cada inhalación, cada idea es un recordatorio de que estoy aquí, viva y rodeada de oportunidades para agradecer.
Practicar la gratitud se ha convertido en una forma de honrar esa sabiduría interna, ese poder y esa capacidad amorosa que habitan en mí. Y cada día tengo más claro algo: somos realmente increíbles. Nuestro cuerpo es, sin duda, una obra maravillosa. Y agradecerlo lo hace todavía más especial.


